miércoles, marzo 05, 2014

Miércoles de Ceniza

Para este miércoles de ceniza, que marca el inicio de la preparación para la Semana Santa hemos escogido una parte de un escrito de Francesc Torralba. Esperemos que os guste.



La esperanza en un mundo mejor
Francesc Torralba

El ejercicio de la esperanza, tal y como lo entiende Gabriel Marcel, significa una
confianza serena en la realidad y en la persona. Según el filósofo francés, la
verdadera esperanza se da en el amor personal. No es la espera pasiva; como quien
espera que llegue el autobús en la parada; es movimiento hacia el horizonte de
liberación.
Quien espera no dice solo «yo espero», dice también «en ti» y «para nosotros»,
porque lo que se espera atañe siempre al que espera y a aquel de quien se espera.
Es un modo de profunda apertura al otro y de relación interpersonal.
La esperanza es la virtud del futuro, lo mira atentamente y lo encuentra abierto,
mientras que la desesperación lo encuentra cerrado. No es la negación del presente
ni la transformación del mismo en un puro prólogo del futuro o en un epílogo del
pasado.
El presente, el ahora y el aquí, es fugaz, se escurre entre los dedos, fluye
velozmente. Ser creyente es tratar de vivir el ahora con la máxima plenitud, con
conciencia plena, sabiendo que es un don único, regalado, que está ahí para ser
trabajado, para hacer de él una obra de arte. Liberarse del peso del pasado y de la
preocupación por el futuro son dos exigencias básicas en la vida del creyente. Para
ello el creyente tiene dos maestros de excepción: los lirios del campo y las aves del
cielo.1
El creyente se pregunta por lo que está llamado a hacer durante este tiempo que le
ha sido dado (el tiempo de su vida). Se pregunta qué debe hacer en este espacio de
territorio que se le ha entregado. Esta atento a la Voz interior -Vox interior, en
palabras de san Agustín- que le habla en el adentro. Sabe que el presente es
fecundo cuando la eternidad se hace presente en él a través de su obrar, cuando
actúa conforme a esa Voz que le empuja a la plena liberación, a superar sus
propios límites, a romper el caparazón del ego, para dar lo más grande de sí.
1
Cf. S. KIERKEGAARD, Los Lirios del campo y las aves del cielo. Madrid, Trotta, 2002
El presente tiene valor en sí mismo, está llamado a ser un instante de eternidad.
Vivido desde lo experiencia de la fe es, a la vez, una ocasión para construir un
mundo mejor.
El paso por el mundo no es baladí si uno ha tratado de mejorar su entorno, de
mejorar su espacio vital, de hacer agradable la existencia a los demás. La pasividad
no es el fin de la existencia creyente.
Verdaderamente, como dice el poeta, lo nuestro es pasar; pero se puede pasar por el
mundo de distintos modos. Nadie se queda indefinidamente en él; nadie, aunque
lo desee con todo su corazón, puede prolongar su estancia en este mundo.
Tampoco el amante puede evitar que se haga de día y que termine su apasionada
noche.
Uno puede acortar su estancia en el mundo; puede poner punto final a ella, pero
no está a su alcance permanecer en este mundo indefinidamente. El pasar afecta a
todos, a creyentes y a no creyentes.
Desde la opción creyente, el pasar tiene valor, posee significado, cuando el pasar se
conjuga con el amor. El fin está claro: pasar y amar, o mejor todavía, pasar amando.
El fin es la acción y no la mera pasividad; es mejorar lo que nos ha sido dado para
entregarlo a las generaciones venideras en un estado más bello. Este altruismo
intergeneracional no obedece a ningún cálculo de rendimiento, tampoco espera
ninguna contrapartida. No estaremos para que nos lo agradezcan. Este es el modo
de convertir la propia existencia en algo que haya merecido la pena.
La esperanza es la afirmación del presente, pero no de un modo desesperado,
como si solo hubiera presente; sino desde la confianza de que el trabajo y la fatiga
de la hora presente no se pierden para la eternidad.
En la posposmodernidad se sacraliza el instante, porque el pasado se olvida
velozmente y el futuro no existe. Lo único que se vislumbra es un presente que se
desvanece. El afán de experiencias fuertes, el anhelo de sensaciones intensas, de
placeres de todo tipo, obedece a este fin: agarrarse al presente, pues es lo único que
hay, agarrarse a él como a un clavo ardiendo. El carpe diem horaciano se transforma
en un desesperado movimiento cuyo fin es inmortalizar el presente.
La esperanza en un mundo mejor une a creyentes y no creyentes. No es verdad
que la esperanza trascendente conlleve el olvido del mundo. Al creyente no le está
permitido olvidarse del mundo, de sus guerras y de sus batallas, menos aún
olvidarse de los demás. El olvido del otro es el gran pecado. Es la obscenidad. Es el
mal.
El más allá se construye en el más acá. La esperanza no es una fuga de los dolores
del mundo, de las barbaridades de la historia. El más acá es el lugar de la
encarnación, el campo de realización de la vida humana. Dios trascendió el más
allá para hacerse presente en el más acá; lo que significa que en el más acá hay
destellos de eternidad.
El compromiso histórico es el único medio de construir el Reino. La esperanza es el
motor de la historia; quiebra el círculo fatal que da vueltas sobre sí mismo, apunta
a una posibilidad que está más allá de lo ocurrido, que no es la repetición de lo
mismo, sino la irrupción de algo nuevo, de lo que todavía no había acontecido, que
ninguna mente humana puede imaginar.
Ahí radica la esencia de la esperanza: la confianza en que lo nuevo pueda
acontecer, en que lo eterno se pueda hacer presente en el tiempo. Por eso la
esperanza, en sentido estricto, trasciende el mero cálculo de probabilidades, el
terreno de las expectativas racionales.
Abrahán esperó más allá de los límites de la razón; tuvo confianza en las palabras
de Dios. Creyó que Sara de Ur, su esposa, daría a luz siendo anciana. Sara se cansó
de esperar, pero Abrahán creyó. La esperanza consiste en ver posibilidades ahí
donde solo se vislumbran necesidades; en reconocer que nada está totalmente
perdido.
La esperanza no es la caída en la irracionalidad, pero sí la confianza en que lo que
está más allá del campo de comprensión de la razón puede tener lugar.
Escribe Soren Kierkegaard: «El cristianismo no te lleva a un lugar más elevado
desde donde puedas abarcar con la vista una circunferencia más amplia, ya que
eso es solo una esperanza terrena y una perspectiva mundana. No, la esperanza del
cristianismo es la eternidad; y por eso su dibujo de la existencia contiene luz y
sombra, belleza y verdad, y por encima de todo la lejanía del calado»2
El creyente no solo aspira a vivir más, a incrementar el número de sus años, a
mejorar las condiciones de vida de sus coetáneos, a ajardinar el mundo con su
actividad. Aspira a la eternidad, y la eternidad no puede dársela a sí mismo, no
puede entregársela ningún ser humano, porque no es patrimonio humano ni un
bien que dependa de sus méritos. La eternidad es lo que está fuera del tiempo y del
espacio, la perfecta plenitud, la posesión del bien absoluto.
Eso es lo que espera el creyente mientras pasa por este mundo.
Francesc Torralba, Creyentes y no creyentes en tierra de nadie, PPC, Madrid 2013, pp. 217-320
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