Nuestro compañero taichista Andrés Guerreo nos envía la reseña de esta semana. Esperemos que os guste y os sea de ayuda.
EL PULSO SILENCIOSO
“Sí, sí, sí, Mamá.
Sí, sí, sí, Mamá”
Peter Yang
No hace mucho que llegó a mis manos un vídeo de George Leonard, de una hora de duración, donde este maestro de Aikido occidental, acompañado por una veintena de seguidores ponía en práctica una especie de “calentamiento” general del cuerpo y de las capacidades para sentirlo y lo que este genera. Era agradable y sorprendente ver a este hombre de casi 90 años haciendo ejercicios gimnásticos, estiramientos, ejercicios respiratorios, sin ningún esfuerzo, tranquilamente, como quien se toma el desayuno de primera hora de la mañana. Sorprendido por la tranquilidad que destilaba y por su forma de explicar, me dediqué a buscar por Internet información acerca de él y por si había algún libro suyo que me pudiera parecer interesante. Acerca de él encontré que había sido maestro de aikido (y digo había sido porque murió hace unos pocos años) y que su método era todo un compendio de sabiduría, sensación y movimiento. Sobre sus libros, encontré uno que se titulaba “THE SILENT PULSE”, (El Pulso silencioso). Lo encargué y lo leí.
Tan pronto como lo abrí, descubrí en sus primeras páginas lo que andaba buscando, lo que había intuido desde que lo localicé y lo que su título me había sugerido nada más verlo. Reproduzco aquí las líneas que me llamaron la atención:
“Las células espermáticas nadan con rítmicos latigazos y se unen al óvulo. Las moléculas de ADN danzan juntas. Pulsátiles concentraciones de campos interactúan, se multiplican, se diferencian. Un esquema singular emerge, algo único en el universo: un nuevo ser.
Recordando todo, el ser atraviesa diferentes etapas de la evolución terrestre, acompañado por el poderoso tamborileo del corazón de la madre. El ser es sacudido hasta el núcleo por esas pulsaciones, que prometen propósito, totalidad, sincronía. Seguro en ese ritmo, el corazón del propio ser toma forma y comienza un pulso de respuesta.
Tan pronto como es posible después del parto, la madre toma al bebé entre sus brazos y pone su cabeza contra su corazón. El ritmo está todavía allí, un latido real contra el cual medir el fluir del crecimiento y del cambio. Más tarde habrá otros ritmos, otras relaciones. Pero algún profundo conocimiento de aquellos tempranos años permanece, un recuerdo del ritmo que sostiene la vida y subhabita toda la existencia. […]
En el corazón de cada uno de nosotros, cualquiera que sean nuestras imperfecciones, existe el pulso silencioso del perfecto ritmo, un complejo de ondas y resonancias, que es absolutamente individual y único y que aún más, nos conecta con todo en el universo. El acto de alcanzar este pulso puede transformar nuestra experiencia personal y, de algún modo, y cambiar también el mundo a nuestro alrededor.” (
Leonard, George. The Silent Pulse. Bantam Book, New York, 1981. 192 pags.)
El hecho de que me llamaran la atención está en que había conseguido localizar a un occidental que expresara de forma similar lo que Peter lleva ya un buen montón de años diciéndonos.
Sentarse, situarse o resituarse -como se prefiera-, cantar los mantras o rezar una simple oración y desde ahí conectar. Aprender a sentir y a percibir el aire que respiramos y la respiración como acción y como actitud vital. Acomodar el cuerpo y acostumbrarlo a la posición, a la relajación, a la descarga de la tensión, al balanceo, al asentamiento firme y a la vez suave y flexible. Percibir nuestro ruido y, por contraste, el silencio; suavizar nuestro sentir y afinar nuestro aliento. Para ver aparecer entonces el motor vital: el corazón y su latir, desbocado a veces, otras pausado; alterado y desequilibrado tantas veces, humilde y sosegado otras tantas. Y desde este latir, desde esta sensación huidiza de estar conectado a nuestro interior, dejarnos mecer por la pulsación, por el vaivén de la sangre y de la energía fluyendo por nuestro cuerpo, como arrastrados por la brisa de nuestro aliento, alimentando y tejiendo un hilo de seda que nos une al universo. Y desde este latir extender nuestra atención al pálpito que bulle en nuestro centro, en nuestro dantien, bajo nuestro ombligo. Timbal de la vida donde lo importante se amplifica y se expande, se extiende, se amplía hasta abarcar todo nuestro cuerpo, nuestros órganos y miembros, nuestras capas y nuestras células. Todas laten al mismo ritmo que les marca el dantien, todas actúan al unísono, en la armonía vital de quien es fruto del divino amor.
Y en ese sonar, en este tam-tam, en esa expansión se van separando, dilatando, contraponiendo sonido y cadencia: suena más, siente más y a la vez la pulsación es más amplia, menos rápida, más dilatada. A medida que esta orquesta monumental y divina toca, se van apreciando más nítidos, más claros, más precisos los silencios. Esos espacios donde nada hay y, sin embargo, tampoco hay nada sin ellos.
Hace unos días nos quedamos sorprendidos viendo una magnífica película titulada “Copying Beethoven” donde se narraban los últimos días del genial compositor y se articulaba una historia apoyada en la creación de la Novena Sinfonía y la necesidad de preparar copias para la imprenta con vistas a su estreno días más tarde. Nos impactaron frases que se pronuncian en el guión y que Peter hacía ya más de veinte años había dicho sin pestañear: “Dios es silencio” o como dice el guión: “Dios se comunica con el hombre por medio de los silencios. El compositor escribe notas y notas pero, cuando Dios habla al corazón, utiliza los silencios y son estos los que dan potencia, intensidad, vida a la música”. Y además insiste: “La música de las esferas de la que hablaba Pitágoras, la música del cosmos en pleno movimiento solo es posible desde el silencio creador”.
Y en los silencios del latir, del pulsar, del vibrar, se produce como las cuerdas de la guitarra que, estando dos cuerdas afinadas en el mismo tono y adecuadamente, al pulsar una, suena la otra en vibración gemela, en palpitación instada por la misma naturaleza sonora de la vibración. También ocurre en el ser humano, en el hombre respirando, en el hombre sintiendo el pulsar silencioso que habita en él: cuando está afinado, y en la afinación requerida, entonces el ritmo se acomoda al ritmo del Universo, al ritmo del Cosmos, a la música de las esferas, a la voz de la Vida, de la Madre que le habla allá adentro y entonces, el hombre, tranquilo, renacido y renovado puede contestar con y desde el corazón primitivo: “Sí, sí, sí, Mamá”. Pues no hay otra respuesta posible, no hay alternativa a la llamada del amor, no hay sino la afirmación que conlleva reconocer lo que somos y de dónde venimos.
Es el mismo sonido que nos dio la vida, que nos acunó en el vientre, que fue modelando cada forma, cada célula, cada órgano. Es el mismo sonido que nos acogió al nacer, en forma de latido, en forma de cercanía al pecho materno. El sonido del amor, de la paz, de la tranquilidad, lejos de la inquietud, sin temor de lo porvenir, porque ese sonido, ese latido, ese pulsar nos devuelve a nuestro lugar en el universo, nos devuelve la confianza en el ser humano, nos da la pista sobre el divino quehacer y nos inunda de salutífero consuelo.
“Sí, sí, sí, Mamá”, contestamos al unísono cuando llegamos a este punto y nos unimos al Universo en su pulsar. Aceptamos lo que nos toca vivir y sonreímos a las circunstancias sin temor y sin deseo: todo está bien y esa pulsión, transformada en logos, en palabras, se desarrolla en la aceptación total de la VIDA y su maravilla, de la VIDA y su secreto. Vivir para amar, servir por amor, vivir para servir.
“Sí, sí, sí, Mamá”: sobran más palabras.
Andrés Guerrero