lunes, diciembre 13, 2021

 

El sacro, entre el cielo y la tierra

Guillermo M. Lago Núñez


El cultivo o arte de la paciencia, con ser siempre importante resulta imprescindible cuando te enfrentas al aprendizaje de una materia o actividad compleja, como por ejemplo el tai chi. Conocer los ochenta movimientos de la tabla que practicamos y desarrollarlos de forma fluida, como la ejecutaba el maestro Peter Yang, se me representó desde el principio una tarea casi imposible más allá del conocimiento de su coreografía, la dirección de cada movimiento o giro, la ejecución de la serie.


Tras casi cuarenta años de repetición –repetición cada día– apenas he llegado a vislumbrar algo más de lo que fue la luminosa primera vez que seguí sus pasos. Es cierto que durante estos años he ido progresando en cuanto a la concienciación del movimiento, el aprecio de las sensaciones, la novedad de lo cotidiano; también se ha ido modificando la postura, las preferencias por determinados movimientos o la unión entre diferentes secuencias, sin lugar a dudas es más que un ejercicio que te transforma.

Entonces ¿en dónde estoy en estos momentos? Se me antoja que aún no he empezado, y desde este preludio, sin que pueda indicar qué es o estoy haciendo cada día, sí me gustaría ir compartiendo algunas de las cuestiones que en estos momentos se me plantean y procuro resolver siguiendo el viaje del movimiento.


Durante algún tiempo, dada la relevancia que tiene el equilibrio, estuve pendiente del arraigo a la tierra, sentir la planta de los pies como si fueran las de los patos, abiertas y planas, cercanas a la rugosidad del suelo para desde allí sujetarme a unas no tan imaginarias cuerdas gravitatorias procedentes del centro de la tierra que te atraen, de forma que ya fuera en un porcentaje de cada planta, o en una sola, me permitiera mantener el equilibrio. Estas cuerdas tiran fuertemente hacia abajo y desde los pies sujetan bien las piernas con lo cual las rodillas se abajan acercándose al suelo, de lo que resulta una singular energía positiva que penetra por las extremidades inferiores del cuerpo.


Por otro lado junto a esta atracción hacia la tierra, al igual que ocurre con el crecimiento de los árboles y plantas, se producía un agarre ascendente, desde la crisma de la cabeza hacia el cielo, estás sujeto a un hilo invisible (de seda) que tira desde arriba de forma que te libera de peso y hace que la espalda se mantenga recta, estirada en todo lo largo, colocándote como un bailarín en una elegante configuración espacial.

En esta combinación vertical de tierra y cielo confluye una tensión elástica de fuerzas contrapuestas, por un lado el hilo que te tira para arriba y permite que hagas un movimiento casi ingrávido, por otro la cuerda que te arrastra hacia el suelo y te imanta a la tierra, ambas fuerzas se encuentran en el cuerpo, que se envuelve en el movimiento, en una encrucijada.

Es precisamente en este momento cuando descubres la pelvis, como bisagra o cortafuegos de la dualidad. Al dirigir la atención hacia la cavidad de la pelvis, con todos sus vericuetos, y sentir la maravillosa sujeción que efectúa de la columna vertebral –poniendo de manifiesto que el cuerpo no se sostiene, sino que se sustenta– se produce una alineación que nos va a permitir la definitiva integración del movimiento en la postura humana.

En alguna ocasión me pareció que la pelvis era el volante del movimiento. Ahora no lo veo así, la pelvis es meramente instrumental, es una tabla de salvación, pero tabla; en realidad son las piernas, y antes que ella la presión que realiza cada pie en el suelo (de ahí lo cuidadoso de su posición), la que dirige gracias a los tendones y ligamentos su estructura ósea, pero sin esa tabla no se sitúa la columna sobre las piernas y por tanto no se sigue el movimiento.


Actúa así la pelvis como una plataforma que nivela en la horizontalidad la columna vertebral y la libera de los cambios que se producen como consecuencia del movimiento armonioso (que semeja al del mar, al del agua) de las extremidades. Es curioso que en ella radique el movimiento puro, sin tiempo y sin espacio, de la cosa misma, el movimiento/quietud, el movimiento como estado.


Se contrarresta así la tensión que se genera desde el hilo del cielo sin para ello usar fuerza alguna, le basta con ajustar la posición de la cadera (ni muy adelante ni muy atrás o a un lado u otro o en diagonal), evitando que se eleve el cuerpo más o menos de lo necesario o se incline en exceso la espalda. Está en un mar de confluencias entre energías opuestas ya que, aunque la que proviene desde la tierra en ningún momento rebasa su límite (que se exterioriza en determinadas partes como los brazos e incluso el cráneo), es el lugar en el que justamente confluye con la del cielo, por lo que es donde se regresa hacia el ser propio del hombre.


Y es precisamente al experimentar la posición de la pelvis cuando empiezas a relacionarlo todo. De entrada la propia cadera con los hombros, con los que se mueven al unísono –como los ojos y el ombligo–, más adelante las rodillas con los codos, las muñecas con los tobillos, las manos con los pies, el coxis con la cervical, la continuidad de las piernas en el tronco, el de un movimiento íntegro (simultáneo: todo a la vez) que te expande, en definitiva te sitúas entre la balanza y la rueda, en el ser de un estar.


De este juego de resonancias que se registran en la concienciación de la pelvis no es tampoco ajeno el tan tien, del que es también escudo trasero, y que está como una perla sujeto al escroto (con el contrapeso de los testículos u ovarios), la pelvis da el cobijo de un sillón a este centro de todo y del que todo es centro.


Cuando me refiero a la pelvis recuerdo la importancia que daba el maestro al movimiento del culo y particularmente su referencia al sacro –que es quien nivela y estabiliza la pelvis, lo que definitivamente debemos identificar– tanto por su ubicación como por su nombre. Así que en la pelvis, es el sacro, lo sagrado, lo que alinea el cielo y tierra y los pone en relación.


¡Qué maravilla! situar al hombre (lo primero que se esconde) entre el cielo y la tierra, junto a las diez mil cosas. Y, en medio del hombre, la pelvis —el sacro— sin hacer nada (también escondido), solo sustentándonos ahí. En ese centro sagrado es donde, cuando durante la aurora continúo los pasos de una senda que no atraviesa ni rodea ningún territorio, está ahora mi atención amorosa